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Síncope kafkiano

Chisco Santibáñez Pérez

 

Me despierto en la penumbra del alba. Ajeno a que podría ser el último amanecer de mi vida, trato de volver a dormirme. No lo consigo porque el perro de mis vecinos inicia su concierto de ladridos estridentes, una molesta sinfonía que se repite día tras día.

Es sábado. Estoy solo en casa. Retomo la lectura de El proceso de Franz Kafka que empecé la noche anterior. Una hora más tarde, cierro el libro y opto por ver una entrevista a Enrique Vila-Matas. En ella, este escritor catalán cuenta que, a los dieciocho años, le tomó el gusto a redactar entrevistas a personajes de la talla de Marlon Brando y Patricia Highsmith, que le encargaban importantes revistas, con respuestas que él mismo inventaba. Ya tenía conocimiento de esta curiosa revelación de Vila-Matas. Llevo semanas adentrándome en sus textos y en su mejor personaje, él mismo, y me gusta verle mientras relata, con aparente seriedad, justa dosis de socarronería, cierta timidez e inteligentísima ironía, experiencias difícilmente clasificables como absurdas o racionales, en coherencia con su estilo y obra.

Cuando termina la entrevista a Vila-Matas me levanto de la cama. Son ya las once de la mañana. No desayuno. Barro y friego el suelo del patio. Me coloco los auriculares inalámbricos para evitar los cada vez más insoportables ladridos. Suena la canción de Mecano en homenaje a Salvador Dalí, un éxito de finales de los ochenta.

En lugar de estar aprovechando el sol primaveral en la calle, me pongo a limpiar los cristales. Cuando voy a bajar al suelo una de las hojas de la primera ventana, siento un dolor muy fuerte en la espalda que incluso me produce cierta insuficiencia respiratoria. Comienzo a marearme y las páginas de El Proceso que había leído poco antes invaden mi mente. La sensación de confusión y desasosiego del protagonista, Josef K., se entremezcla con mi angustia física. «¿Estoy experimentando mi propio juicio kafkiano?», me pregunto mientras la habitación parece girar a mi alrededor. Me siento en una silla. Noto que los grandes números del reloj en la televisión se ven borrosos. Me levanto y empiezo a moverme nervioso. No sé qué me está pasando y recuerdo que mi médico me contó hace escasos días que uno de sus pacientes murió por rotura aórtica. «Demasiada información para un hipocondriaco como yo», pienso.

Incapaz de restablecer la normalidad y caminando en círculos, finalmente decido pedir auxilio a los vecinos. Con dificultad, me dirijo a la puerta de mi casa que da al rellano comunitario, apoyándome en las paredes blancas del pasillo para mantenerme en pie. Al intentar abrirla con la manilla, me doy cuenta de que está cerrada con llave. En ese momento, me desvanezco y, tras unos segundos de confusión, regreso a la conciencia tumbado en el suelo. Luchando por recuperar la estabilidad, me levanto con esfuerzo. Cojo el llavero, que se encuentra en otra estancia, y vuelvo. Esta vez, lo consigo.

Ya en el rellano, mi sensación de alivio desaparece al empezar a perder el equilibrio. Me dispongo a sentarme en un escalón, pero creo que me caigo por las escaleras.

El chucho me grita que cesa su tormento, callándose abruptamente como si entendiera mi desesperación. Busco el número de teléfono de mi compañía de seguros. Llamo. Me inquieta descubrir que me hallo en medio de un laberinto de paredes altas de hormigón. Comienza a reproducirse una locución automática que me solicita la aceptación de la política de protección de datos. La asistente virtual me pide a continuación mi nombre completo y el número del documento de identidad, que valida. Después, que indique con claridad sobre qué tipo de producto quiero efectuar mi consulta, aunque no se ofrece la opción que necesito, con lo que le digo que me estoy muriendo, a lo que me responde que no me entiende. Le contesto que quiero hablar con un agente. Me pone en espera, advirtiéndome que el tiempo estimado de atención personal será de menos de un minuto, y salta una nueva grabación que combina música operística repetitiva con irresistibles promociones comerciales.

—Buenos días, le atiende Jonathan, ¿en qué puedo ayudarle?

—Hola, eh… Quiero abrir un parte en mi seguro de decesos.

—Entendido. ¿Es usted el tomador de la póliza?

—Sí.

—¿Puede decirme su nombre?

—Disculpe. Ya se lo he proporcionado a su compañera, la máquina esa tan amable.

—Así es, pero tiene que dármelo de nuevo. Política de la empresa, solo para dirigirme a usted por su nombre.

—Preferiría no hacerlo —respondo.

—¡No me diga que es usted el escritor Enrique Vila-Matas!

—¿Por qué ha llegado usted a esa conclusión?

—Obvio. Por su contestación.

—¿Por mi preferiría no hacerlo?

—Sí, es curioso, hace un tiempo leí su obra Bartleby y compañía. Es magnífica.

—Ojalá esta frase fuera mía, pero es de Herman Melville.

—En cualquier caso, estoy encantado de conocerle, señor Vila-Matas.

—No soy Enrique Vila-Matas, aunque también soy escritor.

—Pues entonces dígame su nombre.

—Ya se lo di a su compañera, como le he indicado.

—Entendido, señor Vila-Matas, pero ¿por qué no llama a una ambulancia en lugar de a su compañía de seguros de decesos? Parece vivo.

—Ya no sé qué contestarle… ¿Me la puede enviar usted?

—Lo siento. Anote este otro número. Mis compañeros gestionarán su petición, rogándole que antes de colgar responda a cuatro breves preguntas sobre la calidad de nuestro servicio.

Cuando voy a contestarle de muy mala manera que no tengo bolígrafo a mano, me descubro tumbado frente al ascensor. Suena ahora Jesucristo García de Extremoduro. No sé si estoy loco o muerto. No obstante, consigo levantarme de nuevo. Apago la música. Advierto que llevo las rodillas ensangrentadas. Toco el timbre de la vivienda de mis septuagenarios vecinos. Su perro ladra.

 

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